Desde los inicios de la bioética, allá
por mediados de los años 70, el eje fundamental sobre el que se
articulaban la mayoría de los trabajos y teorías eran los cuatro
principios fundamentales propuestos en el Informe Belmont
El desarrollo de este informe se debió
a que la constante aparición de códigos éticos, fundamentalmente
centrados en la investigación a lo largo del siglo XX tuvo muy poco
éxito en su objetivo de conseguir una conducta ética por parte de
investigadores y profesionales sanitarios en general. Los continuos
avances tecnológicos y sociales ocurridos durante esos años hacían
que cualquier código basado en la Deontología y los deberes,
quedase obsoleto a los pocos años y por tanto incapaz de alcanzar
sus objetivos (véase Código de Nuremberg, Declaraciones de la
Asociación Médica Mundial, etc).
Debido a ese constante avance y al
escándalo producido por el experimento Tuskegee se tomó la
determinación, como ya comentábamos en el primer párrafo, de crear
una comisión que emitió sus conclusiones en el Informe Belmont
estableciendo unos principios básicos, aceptados por todos y que
sirvieran de base sobre la que articular de forma ética todos
esos avances tecnológicos, dando lugar a la teoría principialista o
al principialismo moderado de Diego Gracia.
Ya conocemos esos cuatro principios
básicos ( beneficencia, no maleficencia, justicia y autonomía) y su
posterior articulación por Diego Gracia en ética de mínimos ( no
maleficencia y justicia) y ética de máximos (beneficencia y
autonomía), base sobre la cual se han resuelto multitud de
conflictos éticos desde su propuesta.
Esta ha sido la base de la bioética en
España desde sus inicios, pero el propio Diego Gracia y muchos otros
importantes autores, son cada vez más de la opinión que
centrándonos únicamente en los principios nos dejamos fuera
elementos muy importantes para el análisis y la resolución de
problemas éticos. ¿En qué principio podemos englobar la dignidad
humana, la relación médico-paciente, la familia, la
confidencialidad, …? Son conceptos que tienen un valor en si mismos
y por tanto deben ser tenidos en cuenta a la hora de analizar
cualquier conflicto. Es por eso que en la actualidad cada vez
hablamos más de valores en conflicto y menos de principios.
El basar las decisiones en los
principios y las consecuencias es idóneo para las decisiones
urgentes y la toma de decisiones rápidas propias de la medicina
terciaria, para los grandes casos, aquellos que habitualmente llegan
a la prensa . Sin embargo, estos principios son insuficientes cuando
se trata de las enfermedades crónicas y de la medicina primaria,
casos en los que el objetivo no es tanto el tratamiento de problemas
puntuales, sino el trabajo a medio o largo plazo. El mundo de los
valores tiene aquí mayor amplitud y complejidad que en el caso de la
medicina terciaria, ya que ha de tener en cuenta no sólo los de un
individuo, sino los de todo un contexto social e incluso, en el caso
de las enfermedades crónicas, “tiene que ver muchas veces con la
asunción por parte del paciente de nuevos criterios de valor” ya
que la enfermedad pasará a ser parte de su vida, con todas sus
limitaciones.
Este cambio de concepto busca una mayor
“humanización” de la medicina poniendo el foco en
que es lo que necesitan, en los objetivos de los diferentes agentes
que intervienen en un acto sanitario y menos en que es lo más
adecuado científicamente. Buscamos más la excelencia que la
actuación correcta y para ello hemos de tener en cuenta que tanto el
paciente como nosotros mismos somos algo más que seres vivos y que
cada decisión que tomamos respecto a nuestra salud o a la de
nuestros pacientes está influenciada por una serie de valores, tanto
intrínsecos como extrínsecos que han de ser tenidos en cuenta en su
totalidad y no “encorsetados” en cuatro principios básicos.